All Is Fulfilled

04-02-2023Weekly ReflectionDr. Scott Hahn

"All this has come to pass that the writings of the prophets may be fulfilled," Jesus says in today's Gospel (see Matthew 26:56).

Indeed, we have reached the climax of the liturgical year, the highest peak of salvation history, when all that has been anticipated and promised is to be fulfilled.

By the close of today's long Gospel, the work of our redemption will have been accomplished, the new covenant will be written in the blood of His broken body hanging on the cross at the place called the Skull.

In His Passion, Jesus is "counted among the wicked," as Isaiah had foretold (see Isaiah 53:12). He is revealed definitively as the Suffering Servant the prophet announced, the long-awaited Messiah whose words of obedience and faith ring out in today's First Reading and Psalm.

The taunts and torments we hear in these two readings punctuate the Gospel as Jesus is beaten and mocked (see Matthew 27:31), as His hands and feet are pierced, as enemies gamble for His clothes (see Matthew 27:35), and as his enemies dare Him to prove His divinity by saving Himself from suffering (see Matthew 27:39-44).

He remains faithful to God's will to the end, does not turn back in His trial. He gives Himself freely to His torturers, confident that, as He speaks in today's First Reading: "The Lord God is my help...I shall not be put to shame."

Destined to sin and death as children of Adam's disobedience, we have been set free for holiness and life by Christ's perfect obedience to the Father's will (see Romans 5:12-14, 17-19; Ephesians 2:2; 5:6). This is why God greatly exalted Him. This is why we have salvation in His Name. Following His example of humble obedience in the trials and crosses of our lives, we know we will never be forsaken. We know, as the centurion today, that truly this is the Son of God (see Matthew 27:54).

A service of the St. Paul Center for Biblical Theology www.SalvationHistory.com.

En esta escena se cumple lo escrito por el profeta Zacarías: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, hija de Jerusalén, mira, tu rey viene hacia ti, es justo y victorioso, montado sobre un asno, sobre un borrico, cría de asna” (Za 9,9). Es un rey de paz revestido de sencillez.

Este maravilloso pasaje del Evangelio habla con delicadeza de la humildad de Jesús, virtud que es inseparable del reconocimiento abierto de la verdad. No llega montado en un corcel brioso, sino en un asno modesto y tranquilo. Ahora bien, ¡es Rey!, y su dominio se extiende hasta los confines de la tierra (cf. Za 9,10). Lo que en las palabras del profeta sólo se vislumbraba como algo misterioso, se cumple plenamente en Jesús. Jesús es rey, y por eso entra así en Jerusalén, pero sin violencia, sin proclamar una insurrección contra los ejércitos romanos. Su autoridad brota de la sencillez, de la paz de Dios, la única fuente del poder salvador. San Josemaría, en una homilía sobre este pasaje señala que “cuando se acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico!”[1].

El beato Álvaro del Portillo rememoraba que san Josemaría “nos habló muchas veces de aquel pobre jumento, instrumento del triunfo de Jesús, en el que veía retratados a todos los cristianos que mediante un trabajo profesional bien hecho, realizado cara a Dios, procuran hacer presente a Cristo entre sus compañeros y amigos, llevándole en su vida y en sus obras por pueblos y ciudades, para que solo Dios sea glorificado”[2]. Y, continuando con sus recuerdos, hacía notar que “para que el borrico pudiera llevar al Señor (…) tuvo que ir un alma de apóstol a desatarlo del pesebre. Así nosotros debemos ir hacia esas almas que nos rodean, y que están esperando una mano de apóstol (…) que los desate del pesebre de las cosas mundanas, para que sean trono del Señor”[3].

Más adelante, el beato Álvaro hacía notar que “el Evangelio no nos dice el nombre de esos dos discípulos a quienes Jesús encargó que fueran a desatar al borrico, pero precisa en cambio que cumplieron con exactitud el mandato del Señor (…). La docilidad de estos hombres para atenerse exactamente a lo que se les había encargado, fue un requisito previo a la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, preludio a su vez del triunfo definitivo sobre el pecado que habría de obtener a los pocos días en el altar de la Cruz”[4].

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